miércoles, 10 de febrero de 2010

Knowing Sargantana


Esta mañana he estado en Cala Macarella con Sargantana. Aunque no parece sentir por mí el menor aprecio, me ha convencido de que me convenía salir un día de la Torre para que me diese el aire. Ha elegido, sin la menor duda, la mejor de las jornadas: ha llovido, hace frío y el mar embravecido por el viento, desde luego, no me ha ayudado a recrear la belleza que, en antiguas visitas estivales, pude admirar en este lugar, ebrio ahora de melancolía. Además, nada más adentrarme en el desdibujado arenal, mientras sentía como el brío del invierno castigaba mis párpados entreabiertos, me he acordado otra vez de Leighton Chulesco. La imagino, todavía, en Bután. Y la extraño, es evidente. Podrá deducirse que lo que añoro de ella no es otra cosa que el calor de su carne. Es falso, al menos en parte. Además de su amor, preciso que retome la intendencia de los asuntos de la familia Loverboobs cuanto antes, puesto que estoy más que harto de que gerentes, accionistas, capataces, viticultores e incluso un rejoneador pretendan soliviantarme con sus miserías y desvelos. Aunque siga sin dirigirme la palabra, he logrado que sea George, el XI Duque, el que se desentienda de ellos. Y creo que hasta el bueno de Jaumet Simón, siempre dispuesto a echar una mano, le ayuda en tales menesteres.

Sargantana me ha aventurado que no va a volver. A Leighton, se refiere. Lo primero que le he argumentado es que Bután, aunque lejano, no es un país conflictivo. O eso creo. De inmediato, mientras repasaba la pícara sonrisa de mi nueva transcriptora, pensé en que mi administradora, a primera vista, no parece una persona con inquietudes espirituales; me refiero a que no me la imagino renunciando a sus bienes materiales ni, por tanto, con la cabeza rapada y vestida con toga naranja, aislada del mundo en un templo budista (o cualesquiera que sea la religión que profesen los butaneros o butaneses). Digamos que, más bien, Leighton es una persona rendida a la sociedad de consumo y a la exclusividad más cool. Conduce varios coches de lujo, viste magníficamente y tiene residencia fiscal en La Moraleja y varias propiedades en Marbella. Probablemente, si quisiera comparar su nómina con la de otros profesionales del ramo, comprobaría que es la personal manager mejor retribuida de España. Y que conste que omito, por supuesto, los ingresos extras que, al igual que los Chulesco que la precedieron, obtiene pellizcando los beneficios periódicos de la familia Loverboobs. Con todo ello quiero concluir que, sin ser de noble familia, Leighton disfruta de una gran vida. Una vida dichosa. Sabe que, gracias a George y a mí, los últimos Loverboobs vivos, tiene las manos libres para hacer lo que desee, comprar lo que se le antoje y pensar o decir lo que estime oportuno.

Pero Sargantana, enterada de tales circunstancias, se ha reído en mi cara. La jovencita, la de los labios lascivos, se ha propuesto reprocharme lo del derecho de pernada. Y, sin dejarme abrir la boca, me ha dicho que a ella no le parece malo siempre que, para su disfrute, no se haga uso de la fuerza. Hablo exclusivamente por mí cuando digo que Leighton siempre ha tenido libertad para rechazar mis propuestas. Jamás (salvo, claro está, cuando la naturaleza tuvo a bien interponerse) ha puesto trabas a satisfacer mis requerimientos, al igual que su madre, con la que tuve el honor de estrenarme. Puedo llegar a entender que tal privilegio, por arcaico y denigrante, pudiera menoscabar el honor de una dama. Pero, ya digo: no es el caso, ni mucho menos.

Al mediodía, en un reputado restaurante de Ciutadella, Sargantana y yo hemos pedido la ya clásica caldereta de langosta. Antes de que la sirvieran, me ha confesado que no le importaría cambiarse por Leighton. He de confesar que a mí, exclusivamente en lo referente al sexo, tampoco. Sin embargo, se ha atrevido (con su ya habitual descaro, por supuesto) a asegurar que, de encontrarse en tal posición, haría lo imposible por quedarse embarazada de un Loverboobs. Según ella, esa es la manera más sencilla que tiene cualquier mujer, y en este caso Leighton, para adueñarse de todo, absolutamente todo, nuestro patrimonio.

No me gusta dar más cuenta de mis asuntos, bien lo sabe mi tío-abuelo, que lo estrictamente necesario. Pero resultaba claro que Sargantana, pese a su simplicidad, podía concluir que por ser noble (y declararme nihilista) tenía ante sí a un necio. Así que tuve a mal confesarle que tanto George como yo, siendo familia, compartimos una ristra genética digna de achacarse a una clara tendencia endogámica: somos altos y de miembros delgados aunque, sin embargo, nuestros troncos tienden al sobrepeso. También somos calvos (en mi caso, aún conservo algo de cabello), tenemos los ojos chiquitos y grises y padecemos de asma congénita. Y para rematar la faena, ambos, por causa de una rara malformación testicular, somos estériles.

Sargantana, con su habitual desparpajo, no se ha sorprendido. Más sonriente si cabe, ha tomado con sus zarpas uno de los crustáceos (¿es que nadie ha tenido a bien enseñar a esta hermosa criatura a usar cubiertos?) y, tras pelarlo con los dedos, lo ha devorado en un santiamén. A modo de venganza (que, aún siendo una vileza, se me ha hecho necesaria) le he preguntado por el padre de la criatura que lleva en sus entrañas. Con la boca llena, sin dejar de masticar, ha compuesto un gesto de hastío. Es mentira. No está embarazada. Si lo ha dicho, ha sido para fastidiar a su padre.

PD.- He de añadir que, sobre la naturaleza de tal patraña, no he conseguido sonsacarle nada más. Y que, por amenizar con una trivialidad la sobremesa, le he comentado que la fotografía de Jessica Alba que eligió para encabezar mi anterior entrada me había sorprendido. Gratamente, por supuesto. "Es curioso -le dije- que una joven actriz estadounidense, en una sociedad tan mojigata como la americana, haya posado desnuda". Y me ha desvelado que es un fake, una imagen retocada. Me ha dicho, además, que hay fotos de la joven mucho más, podría decirse, escandalosas. Me he negado a que, en futuros post, las utilice; no es que no me vayan a gustar, que es claro que sí, sino que me debo a mi condición de caballero. O a lo que queda de ella.